Soldado en campo con helicópteros

El gran despertar

El militarismo volverá a estar presente en nuestras sociedades y en nuestra vida política

Europa comienza a despertar de una ensoñación… y se ve inmersa en lo que una parte importante de su opinión pública quiere aún creer una pesadilla. Pero no, se trata de la realidad. Una realidad difícil de aceptar después de sucesivas generaciones sin conocer la guerra. La guerra está ahí, devastando Ucrania, asolando a la población civil de Gaza… insinuándose bajo una forma híbrida en la Unión Europea, tensionando su flanco oriental e incluso amenazando de destrucción nuclear – por boca de Putin – la civilización de las viejas naciones industriales. La suerte de Ucrania se ha convertido en una cuestión existencial para el régimen autocrático ruso: perder la guerra le condenaría irremisiblemente al hundimiento. Pero doblegar la resistencia ucraniana y hacerse con el poder en Kiev, empujaría no menos irremisiblemente a Rusia hacia nuevos conflictos territoriales. La supervivencia del régimen está vinculada a la tensión bélica que le permite mantener prietas las filas, cubriendo la represión de cualquier disidencia interna bajo un manto de patriotismo, y a sus éxitos expansivos.

            Putin no bromea. Las amenazas que profiere cobran todo su sentido en el actual contexto de una convulsa redefinición del panorama geoestratégico. Lejos de sentar las bases de un mundo difuso y unipolar, la globalización ha desatado una nueva lucha mundial por el control de los mercados y el acceso a las materias primas, con el surgimiento de nuevas potencias. La humillante retirada americana de Afganistán señaló un punto de inflexión – que la incapacidad de Washington para imponer su dictado en el Próximo Oriente, ante un Netanyahu desatado al que sigue suministrando armas en medio de una matanza sin precedentes, no hace sino confirmar: Estados Unidos, aun conservando el rango de primera potencia, es incapaz de mantener el “orden” mundial. Sin desmentir su apuesta por la expansión de su influencia mediante el crédito y el comercio, China – respaldada por aliados menores, como Irán o Corea del Norte – libra un pulso con Estados Unidos por procuración, a través de Putin. Por su parte, las élites norteamericanas, siguiendo un movimiento pendular conocido, podrían optar, si acabasen echándose en brazos de Trump, por una política aislacionista. En realidad, el aislacionismo americano nunca ha sido tal, sino un desentendimiento temporal de los asuntos europeos para concentrarse en la defensa de los intereses estadounidenses en el Pacífico. Y lo cierto es que Europa, lejos del antiguo esplendor de sus metrópolis coloniales, pesa cada vez menos en el PIB mundial.

            Las naciones europeas se habían creído al abrigo de nuevas conflagraciones en el viejo continente. La guerra fratricida que ensangrentó los Balcanes en la década de los 90 se antojaba una tragedia regional que ya no volvería a tener réplicas. El paraguas de la OTAN parecía ofrecer un manto protector seguro. Las plazas financieras podían hacer negocios con los oligarcas post-soviéticos. La industria alemana podía abastecerse de gas ruso a buen precio. Y la UE podía soñar con ampliarse progresivamente hacia el Este. La invasión de Ucrania dio al traste con ese escenario. La evolución de los últimos dos años esboza otro, mucho más sombrío. La contraofensiva ucraniana, a falta de los suministros necesarios, no ha conseguido romper el frente. La economía de guerra rusa permite a Putin mantener su apuesta bélica. La posibilidad de un retorno de Trump a la Casa Blanca le reconforta y le hace más y más agresivo. No, los temores de los países bálticos, de Finlandia o de Suecia no son infundados. Si Putin vence en Ucrania, no podrá detenerse ahí. Incluso Transnistria podría convertirse, mucho antes, en un nuevo escenario bélico.

            De pronto, los dirigentes de la UE parecen haber tomado conciencia del peligro. La extensión de la guerra es posible… y Europa cuenta con unos dispositivos defensivos muy insuficientes. De ahí los llamamientos a incrementar los gastos de defensa – en boca de un canciller alemán socialdemócrata como Olaf Scholz, el giro da la medida de la alarma – y la propuesta de Úrsula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, de proceder a un vasto rearme mancomunado de la UE, siguiendo el modelo de adquisición y producción de vacunas implementado durante la pandemia. Aunque movido en gran medida por razones electorales, las declaraciones del presidente Emmanuel Macron acerca del posible envío de tropas a Ucrania tampoco constituyen ninguna banalidad. Francia es una potencia nuclear.

            Aunque en el sur de Europa la percepción del peligro no adquiera los mismos tintes de dramatismo, lo cierto es que la confrontación con el régimen de Putin es también una cuestión existencial para la construcción europea. El amo del Kremlin no sólo considera Ucrania como un dominio natural ruso, sin entidad nacional propia, sino que teme como a la peste la consolidación de una democracia liberal a las puertas de Rusia, con posibilidades reales de superar la corrupción oligárquica y convertirse en un modelo social atractivo. Para un régimen dictatorial, esa vecindad resulta más peligrosa que el despliegue de una batería de misiles. De modo consciente, Putin lucha contra el desarrollo federal, aún incierto, de la Unión Europea. Sin avanzar hacia ese horizonte, Europa no sería más que un club de viejas potencias venidas a menos. La conexión de Putin con las formaciones de la extrema derecha europea no es sólo ideológica, de identificación con el nacional-populismo autoritario que encarna el señor del Kremlin. Es una conexión que alienta las tendencias al repliegue nacional, propiciadas por la desazón de las clases medias ante las dificultades para afrontar los desafíos del cambio climático, del declive demográfico y la gestión de los flujos migratorios, de la crisis agrícola o de la transición ecológica del modelo productivo… El auténtico objetivo político-militar de Putin es el colapso de la integración europea. Al margen de esa perspectiva, las naciones europeas estarían condenadas a la decadencia y difícilmente podrían sostener formas democráticas de gobierno. Ese es el incierto panorama al que hay que asomarse, aunque sea frotándose los ojos tras un abrupto despertar.

            La guerra está ahí, con toda su verosimilitud. Y el militarismo volverá a estar presente en nuestras sociedades y en nuestra vida política. Todo un desafío para la izquierda, que debe poner aceleradamente al día todo su marco conceptual y su política. Ni sirven los esquemas de la guerra fría – la Rusia de Putin es una potencia imperialista y expansionista -, ni los discursos pacifistas tradicionales. (“Más gasto en educación y menos en presupuestos militares”). En una primera fase cuando menos, no habrá pacifistas más vehementes que los líderes de la extrema derecha, tratando de convencer a la opinión pública que Putin no hace sino reaccionar defensivamente ante el belicismo de Occidente. Pero el temor a nuevas tropelías irá apoderándose del estado de ánimo de la población. Suecia y Finlandia anuncian ya su intención de restablecer el servicio militar obligatorio. La dinámica de rearme acabará siendo imparable y un renacido militarismo devendrá una institución, poderosa e insoslayable. En España, todo eso puede parecer muy lejano. Estamos gobernados por la generación que se libró de la “mili”. Pero vivimos tiempos acelerados e inciertos. Los sicarios contratados por el FSB pueden asesinar a un desertor ruso en Alicante. Bastaría con que un piloto de caza o el contingente español destacado en las repúblicas bálticas sufrieran un encontronazo fronterizo con la aviación o el ejército de la Federación Rusa para que nos diésemos cuenta de lo cerca que estamos del frente. Bajo el impacto de los acontecimientos, los estados de ánimo de la población cambian bruscamente.

            La cuestión no es si nos rearmaremos o no – lo haremos de todos modos -, sino bajo qué criterios y con qué perspectiva eso ocurrirá. Y aquí es donde la izquierda, en primerísimo lugar la socialdemocracia, debería liderar una respuesta europea coherente y unificada. En primer lugar, el esfuerzo presupuestario en materia militar no puede recaer sobre las clases populares, en detrimento de un gasto social más necesario que nunca. Si lo que tenemos enfrente es una amenaza cada vez más creíble de guerra, es exigible una contribución de las grandes corporaciones y de las opulentas fortunas al esfuerzo de defensa. En segundo lugar, si la tónica va ser que, progresivamente, pasaremos de ejércitos profesionales a ejércitos de leva, será necesario diseñar nuevos modelos mucho más democráticos, menos elitistas y capaces de brindar un adiestramiento militar a la altura de los nuevos desafíos. Pero, por encima de todo, el rearme europeo debe ser un vector del desarrollo federal de la Unión, por lo que respecta a la gestión coordinada del gasto como por cuanto se refiere al sistema de mando. Y, por supuesto, nunca hay que olvidar que la guerra, incluso en su fase preventiva, es la prosecución de la política por otros medios. Si rearme europeo tiene que haber, que lo dirija una izquierda democrática y no figuras nacionalistas o determinados intereses de la industria armamentística. La Europa democrática se enfrenta a la tiranía de Putin, no al pueblo ruso, llamado a compartir una destino común. La voluntad de enlazar con los anhelos de libertad y progreso de la sociedad rusa – ésa que ha desafiado al Kremlin, inclinándose ante los restos mortales de Navalni – debe presidir el discurso y la conducción de la política de defensa europea.

            Si bien habrá que empezar moviéndose en el marco de la OTAN, el objetivo debe ser alcanzar una autonomía defensiva y una capacidad disuasoria propias de la UE. No es posible depender de los vaivenes de la política exterior americana. Bastaría un bandazo aislacionista durante un mandato presidencial para sumir a Europa en una tesitura dramática. Sin duda, el cambio de paradigma es brusco y radical. Pero cuanto antes lo aceptemos, mejor será. El pacifismo puede conferirnos un sentimiento de superioridad moral – en cualquier circunstancia, la guerra representa una acción bárbara y nunca será una escuela de humanidades -, pero no nos salvará del desastre. Quien no quiera la guerra, mejor será que tenga una capacidad disuasoria creíble para alejar su amenaza. ¿Estamos hablando de promover un militarismo de izquierdas? Sea. Llamémoslo así a falta de una definición mejor. En cualquier caso, es hora de mirar la realidad cara a cara.