Puigdemont con un símbolo de acuerdo tachado

¿Se acerca el divorcio entre Cataluña y España?

Para unos, el procés ha muerto y para otros, está cada vez más cerca que los independentistas alcancen sus objetivos

Las distintas perspectivas con las que se analizan los resultados electorales del 12-M condicionan la valoración que las fuerzas políticas presentan a la opinión pública. Ya hemos visto que, para unos, el procés ha muerto y que, para otros, está cada vez más cerca que los independentistas alcancen sus objetivos a corto o medio plazo.

I.- Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud (Don Juan Tenorio)

La polémica sobre la muerte del independentismo catalán se preconiza con una buena dosis de júbilo por los partidos que profesan el centralismo jacobino. Olvidan que la democracia, en cuanto lugar de encuentro de criterios discrepantes, no puede asimilarse a una pugna futbolística en la que unos equipos pierden y otros ganan para gozo o desesperación de su afición. No se puede afirmar que los ideales políticos por los que ha luchado un importante sector de la ciudadanía catalana, han desaparecido por el hecho de que sus partidos han cosechado menos votos que otras opciones. Es evidente que las distintas formas de  pensar respecto de la gestión de las necesidades públicas, o de entender el bien común, subsisten y no están condicionados por el porcentaje de votos que cada opción política ha obtenido.

El triunfo de un determinado partido siempre es coyuntural y nadie debería presumir de una victoria o de la derrota de la opción antagónica, trasladando el lenguaje bélico al ámbito de la confrontación política. Tarde o temprano volverán a ponerse las urnas, y la ciudadanía volverá a tener la palabra para juzgar a los políticos a los que votaron. Que Ciudadanos haya desaparecido del parlamento catalán no quiere decir que los ideales por los que fue fundado hayan desaparecido.

La famosa frase “derrotado y cautivo el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos” puede significar el fin a una guerra, pero ni aun así, ni empleando una represión bíblica contra los vencidos -como la que se ejerció contra los republicanos en nuestra reciente historia- se puede afirmar la muerte de las convicciones políticas, o de  las opiniones que legítimamente cada persona ha defendido. Lo estamos viendo en la actualidad: ¿alguien piensa que dejarán los palestinos de reivindicar sus creencias porque les arrasen el territorio que ocupan? ¿no ha sobrevivido el pueblo judío a la persecución secular a la que ha estado sometido, incluido el genocidio nazi? Y lo hemos visto también en Argentina, en Chile, en la URSS de Stalin, y en los métodos crueles de otras tantas dictaduras.  

En las democracias modernas nadie tiene el poder omnímodo para hacer y deshacer a su antojo. Los sistemas políticos actuales se caracterizan por la implantación de la separación de poderes y la existencia de frenos y contrapesos. En los sistemas presidencialistas las cámaras parlamentarias disponen de la facultad de condicionar enormemente las políticas públicas del partido ganador de las elecciones. En los sistemas federales consolidados, una gran parte de la acción política, y sobre todo de los presupuestos para ejecutarla, radica en los diferentes estados autónomos que las integran.

La constitución española otorga un protagonismo extraordinario a los parlamentos (tanto el nacional como a los autonómicos) de tal forma que, en un normal funcionamiento de la democracia, la contienda política requiere forzosamente que se concierten pactos entre las distintas fuerzas políticas. Si ninguna de ellas ha obtenido la mayoría absoluta, se necesitará negociar para conseguir compaginar el propio programa electoral con las propuestas de los otros partidos con los que se puedan fraguar unas líneas políticas compatibles con las propuestas de las otras formaciones. Así ha ocurrido en España en los últimos comicios generales. Hemos visto que partidos minoritarios han sido decisivos para la acción de gobierno, y como muestra, ahí está la ley de amnistía.

La deslegitimación de las coaliciones por razón de que se hayan formado con el apoyo de diversos partidos, como estamos viviendo en los últimos años, pone de manifiesto un grave desconocimiento de la Constitución y del funcionamiento del sistema democrático. En estos casos ningún partido puede satisfacer íntegramente las expectativas de cada uno de los ciudadanos que los votaron. Por ejemplo, yo no perdonaré a Pedro Sánchez que haya traicionado al pueblo saharahui, pero no por eso dejaré de apoyar a Salvador Illa si consigue integrar en su programa de gobierno los intereses de otros partidos que representen, en conjunto, a una mayoría de la ciudadanía catalana. Pese a que hayan visto disminuido su apoyo electoral en estas elecciones y no puedan imponer sus propuestas íntegramente, tienen pleno derecho a procurar mantener sus ideas políticas siempre que sean compatibles con lo esencial de los programas electorales de sus socios de coalición.

II.- Las condiciones para el divorcio entre Cataluña y España

A pesar de que la propuesta de declaración unilateral de independencia no ha recibido el suficiente apoyo de las urnas, algunas personas, y determinados partidos políticos, piensan que al conflicto existente entre Cataluña y España se podría aplicar el mismo remedio que a los matrimonios que entran en conflicto, es decir, un divorcio pactado. En esto coinciden con otros ciudadanos de las más diversas procedencias, muchos de ellos catalanes, deseosos de que se superen las tensiones que están impidiendo que los sucesivos gobiernos de la Generalitat se centren en la gestión de las necesidades sociales que consideran más básicas, sostienen que “si se quieren ir, que se vayan y todos contentos, que se haga un referéndum y lo que salga estará bien, pero que esta pesadilla termine”.

Sin embargo, esta opción no tiene visos de realizarse sin una mayoría absoluta reforzada, que está muy lejos de que pueda existir, porque el problema es bastante más complicado que la vía del divorcio de un matrimonio, en el que únicamente hay dos partes. El conjunto de la sociedad catalana no es ideológicamente binario, sino que es sumamente plural, al igual que lo es también la española. Cuando algunos líderes de los partidos políticos que han obtenido un cierto éxito electoral -que siempre es relativo- se envuelven en la bandera correspondiente para apropiarse de la representación de todo el cuerpo social, se está ignorando que la base de nuestra democracia es el pluralismo político. Es una entelequia hablar en nombre de “los españoles”, de “los vascos”, o del “pueblo catalán”, como hemos escuchado tantas veces, por el hecho de haber obtenido unos votos más que otros partidos. Precisamente por esa razón los grandes temas en los que se sustentan los sistemas democráticos requieren de mayorías cualificadas, incluso de hasta de las tres cuartas partes del electorado. Un ejemplo claro en España es el de la elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial cuya no renovación por intereses partidistas es un cáncer que está poniendo en grave riesgo nuestra democracia.

Lo que nos debería preocupar a todos ante los resultados electorales, es la inhibición de casi la mitad de la ciudadanía en lo que se refiere a la participación política. Se considera ganador de unas elecciones a un partido que ha obtenido el 27 % de los votos del censo, y se olvida que la sociedad española es muy diversa, como lo es la europea, y que, en lo que se refiere a Cataluña, hay también muchas formas de entender el catalanismo.

Sin pretender exponer una visión sociológica científica, es obvio que en el ámbito propio del denominado catalanismo político hay, por una parte, un importante sector de la ciudadanía que no es partidaria de la secesión, sin dejar de reivindicar la protección del idioma catalán, el reconocimiento de su singularidad (el llamado fet diferencial) y un tratamiento fiscal más justo y equilibrado en relación con sus aportaciones tributarias al presupuesto del estado y lo que éste destina a Cataluña.

Pero también dentro del catalanismo hay sectores más radicales que aspiran a la independencia, pero también por diferentes razones: algunos porque temen que la tercera avalancha migratoria pueda diluir la identidad catalana como pueblo singular. Un gran amigo, ejemplo de generosidad y espíritu solidario, me decía que, de seguir así, los genuinos catalanes terminarían siendo minoritarios y reducidos a una reserva, como los indios de Nebrasca. Este grupo ve atacada la pervivencia de la lengua catalana si no se discrimina positivamente su uso en las escuelas y, en general, en las relaciones sociales.

Tengo amigos que, por otra parte, tienen arraigado un fuerte sentimiento independentista por razones de desafección histórica, que son plenamente legítimas y que se remontan a los abusos del Duque de Alba o al comportamiento de la llamada monarquía hispánica, irónicamente representada por un rey francés, Felipe V o de su bisnieto Fernando VII. He escuchado argumentos que asimilan la integración de Cataluña en España al proceso de colonización de las Américas y echan de menos el proceso libertador de Simón Bolívar. Y también los hay que tienen el convencimiento de que la guerra civil de 1936-1939 se libró entre España y Cataluña. Ciertamente imbuidos de una deformación interesada de la memoria histórica. Es cierto que la condena sin paliativos del golpe de estado de Franco y de la represión de la dictadura no ha sido diligentemente abordada por los gobiernos que ha habido en España en la época de la transición. Pero, no obstante, únicamente por ignorancia o por rencor se puede sostener y manipular esta circunstancia como elemento que justifique la aspiración a la independencia catalana.

También se engloban en este sector un porcentaje alto de personas que emigraron en su día desde otras regiones pobres y atrasadas de España, que han luchado y pasado muchas penurias para echar raíces en Cataluña como un lugar de acogida. Su adscripción al independentismo es consecuencia del agradecimiento a la patria de acogida, y a la creencia de que sus descendientes ostentan un superior estatus al haber conseguido ser catalanes por derecho propio y han dejado de ser “charnegos”.

Finalmente, no puede obviarse que la lucha por la hegemonía política en Cataluña se acrecentó por la nefasta gestión de la reforma del Estatut de Autonomía de 2006, imputable a toda la clase política en su conjunto, pero que generó heridas profundas que fueron aprovechadas por un sector del catalanismo que vio en ello la oportunidad de recuperar la hegemonía que habían perdido con los dos periodos del llamado “tripartito”. La gestión del levantamiento popular por el gobierno central pasará a la historia por las grandes torpezas en la gestión política: desde la policía patriótica a la innecesaria represión policial del 1 de octubre, que regaló un combustible impagable al independentismo.    

Al sector no catalanista pertenecen, por otra parte, un buen número de catalanes adheridos al nacionalismo español, que enarbola la bandera de la idiosincrasia de una patria forjada por el devenir de la historia, cuya unidad es intocable. Muchos de ellos proceden de familias pudientes que sufrieron persecución en la época de la II República por motivos ideológicos o religiosos. Aun siendo de múltiples apellidos catalanes, rechazan toda idea de independencia y, por consiguiente, consideran que sus familias y sus fortunas están más seguras permaneciendo dentro de España.

Entre los que pasan del movimiento catalanista está el sector es más pragmático que, sin renunciar al orgullo de la pertenencia a esta antigua nación, es consciente de que se va hacia la integración europea y de que cada vez es más limitada la capacidad de autogestión política y económica por las dinámicas de la globalización. Consideran una ventaja permanecer en España y ostentar un cierto liderazgo en el mundo financiero e industrial. Son conscientes que, durante la historia, las empresas e industrias catalanas han tenido grandes ventajas con las políticas favorecedoras del mercado interior.

Esta sintética clasificación sociológica no es, ni mucho menos, completa. La complejidad real es mucho mayor. He omitido citar al arraigado movimiento obrero de raíces anarquistas o comunistas, que esencialmente es internacionalista y que, por lo tanto, ve con perplejidad cómo los intereses de clase pasan aquí a un segundo plano, dificultando la lucha por la liberación de los oprimidos o las reivindicaciones feministas, ante lo que consideran un falso dilema, a modo de opio del pueblo, de los nacionalismos catalán o español. También están siendo convidados de piedra los extranjeros residentes en Cataluña, que por no tener “papeles” o por otras circunstancias, no tienen derecho a voto, cuando representan ya casi una cuarta parte de la población.

Ante este panorama, es obvio que el divorcio pactado es más bien una entelequia y la declaración unilateral ya se ha visto a dónde conduce. Soy de los que opinan que el presidente Aragonés se precipitó con su decisión. Las urnas no le han hecho justicia.