Un detalle de la portada del libro

Ángel Viñas relata su peripecia vital y profesional en 'La forja de un historiador'

Aunque su formación le orientó por el sendero de la economía, acabó reconduciéndolo por la historia

“Mi forja como historiador profesional empezó por casualidad gracias al profesor Eduardo Fuentes Quintana” confiesa Ángel Viñas al recapitular el relato de su vida en el libro “La forja de un historiador” (Crítica) Y así ocurrió, en efecto, puesto que la formación del autor estuvo orientada inicialmente hacia las Ciencias Económicas -estudió la antigua carrera de Comercio-, así como Germánicas y filosofía y viajó a Alemania cuando había en “las ciudades numerosos huecos en su casco urbano aunque las ruinas habían desaparecido (y) por las calles se veía un gran número de mutilados, sobre todo ciegos y medio ciegos”. Con todo este bagaje obtuvo plaza de funcionario del Cuerpo de Técnicos Comerciales del Estado en el que conectó con Enrique Fuentes Quintana de quien recibió el primer encargo que le aproximaría a la historia: un estudio sobre las relaciones comerciales entre Alemania y el Gobierno nacional entre 1936 y 1939. A partir de ahí se fue progresivamente sumergiendo en este nuevo ámbito al punto de llegar a convertirse en un verdadero experto muy particularmente en lo que respecta a la guerra civil y el franquismo.

Con varios ejes temáticos principales. El primero el ya citado, para que el que mantuvo un contacto personal con Johannes Bernhardt, gracias al que concluyó que “la existencia de un acuerdo previo entre el Tercer Reich y los conspiradores contra la República pertenece al reino de las leyendas”, por lo que descartó la cuestión económica en la decisión de Hitler de apoyar a Franco y la situó en “una especie de vacío estratégico en la política exterior del tercer Reich en aquel verano de 1936”.

También analizó la peliaguda cuestión de la venta del oro del Banco de España por el gobierno de la República a la URSS a cambio de material militar que le fue imposible conseguir en otros países (critica muy especialmente la actitud mantenida por el Reino Unido durante la contienda) Afirma que fue un acuerdo adoptado en Consejo de Ministros con todas las exigencias legales y que el monto del metal exportado cubrió el valor de las mercancías suministradas, por lo que desmiente que hubiese quedado un saldo final deudor. Además, cree que Stalin nunca tuvo intención de “sovietizar a la república y ésta, conociendo la estrategia moscovita, preservó un margen de autonomía superior al que Franco mantuvo con las potencias fascistas”, aunque también dice que ”nunca presenté a Franco como un siervo del Eje, que era la caricatura de una literatura de combate escrita por autores republicanos y prorrepublicanos”.

Sobre Guernica considera que es “material e intelectualmente imposible exonerar a los mandos franquistas de responsabilidad en la operación. Y naturalmente por elevación al propio Franco” lo que le permite colegir “que la operación tuvo lugar con la connivencia del mando nacional ha quedado más que sobradamente demostrada”.

Analiza muy severamente los acuerdos con Estados Unidos de 1953 en los que el franquismo comprometió la soberanía española puesto que incluyeron una cláusula supersecreta que permitía a éstos operar desde territorio español “en la defensa de Occidente”, lo que permitió a Muñoz Grandes autorizar la entrada en Rota de submarinos con cabeza nuclear… sin conocimiento el Ministerio de Asuntos Exteriores. “Franco simplemente cambiaba de protector y había pasado de la Alemania nazi a la gran potencia norteamericana”.

Por lo que respecta a las personalidades republicanas, es un defensor acérrimo de Juan Negrín, pero considera deficiente la gestión de Álvarez del Vayo, mientras que entre las nacionales valora a Arburúa y más moderadamente a Castiella e incluso, aunque censura reiteradamente a Carrero, indica que “no era, con todo, irremisiblemente idiota”. Censura con severidad a Serrano Súñer por haberse incautado de casi toda la documentación de su etapa ministerial en el palacio de Santa Cruz. Y eso sí, la primacía se la lleva el generalísimo, al que califica de “vendedor de café”, “mentiroso y por añadidura mangante”, “un auténtico miserable”, le acusa de la muerte -que califica de asesinato- del general Balmes-  y le desea “que el Señor lo llevara a su regazo o el diablo lo proyectara en el Averno” (sic)

Como puede comprobarse, no duda en ajustar cuentas, a veces muy apasionadamente. Lo hace con toda suerte de personajes y/o historiadores, en particular con Stanley Payne, al que descalifica reiterada y nunca amablemente, aunque no le va muy a la zaga Ricardo de la Cierva, ni tampoco Juan Velarde, Salas Larrazábal, García Escudero, Kindelán, José María Zavala, Gil Robles, Bolín, Areilza (le supone a sueldo de los nazis), Felipe Acedo Colunga, Sangroniz (“contrabandista de diamantes”), Gutiérrez Ravé (“periodista de medio pelo”), Martínez Pozuelo o Nicolás Franco (“un pinta de primera línea”).

También dedica muchas páginas a su peripecia profesional, con la que revela numerosas maniobras, trapisondas y zancadillas propias de la vida funcionarial, en particular de la universitaria. 

Todo ello le lleva a reconocer que “escribir historia es, en alguna medida, moverse en tierra movediza. Solo la acumulación de análisis, críticas y la entrada de nuevos autores en la arena empujan el conocimiento científico” por lo que “desde fecha temprana aprendí dos cosas: la historia nunca es definitiva… y los historiadores tampoco somos nunca definitivos”. Y no podemos sino compartir su conclusión de que “cada generación escribe su propia versión del pasado y los hace desde prismas y perspectivas cambiantes, con una ridícula axiología que también lo es y con instrumentos heurísticos que varían en el tiempo. En este sentido, ni lo que he escrito, ni lo mucho que he leído, representan otra cosa que lo que puede afirmarse en un momento determinado en el flujo del tiempo” por lo que “no recuerdo que haya llegado a pensar que alguno de los temas de los que me he ocupado han quedado resueltos definitivamente”.