Fotomontaje del libro de María Pilar Queralt sobre una biblioteca

Los salones femeninos del XVIII expresaron el interés de la mujer por la cultura

La influencia de las “salonnières” francesas se tradujo en la creación de salones literarios femeninos

A buen seguro que muy pocos tendrán referencia alguna de quién fue María Isidra Quintana de Guzmán que en pleno siglo XVIII y con solo dieciséis años fue la primera mujer en ser elegida académica de la Lengua y la primera también en acceder a la de Historia y a doctorarse en una universidad española. Pues bien, tan benemérita señora formó parte de la Junta de Damas de Honor y Mérito, una institución surgida en 1787 que se propuso «establecer y radicar la buena educación sin distinción de clase o sexo, mejorar las costumbres con su ejemplo y con sus luces, introducir el amor al trabajo y fomentar la industria». Fue una de las primeras expresiones que se dieron en nuestro país de la inquietud de algunas mujeres por reivindicar su derecho a participar del mundo de la cultura. Un fenómeno que constituyó un evidente reflejo de las ideas de la Ilustración y que germinó en muy diversos países con el surgimiento de salones literarios y reuniones de señoras que pretendían intercambiar conocimientos, comentar libros y divulgar novedades científicas. Lo ha examinado con su habitual habilidad para el tratamiento de temas históricos la escritora María Pilar Queralt del Hierro en “Ilustradas. Damas y salones literarios del siglo XVIII” (Berenice).

Dice María Pilar que “las damas ilustradas partieron de un presupuesto entonces revolucionario: la necesidad de que la mujer accediera al mundo de la cultura y que tuviera voz -aunque no voto- en la sociedad. No pretendían igualarse en derechos con los hombres -eso llegaría, como lógica consecuencia, tiempo después- sino buscaban colaborar en la medida que les fuera posible al progreso de la sociedad y al cultivo de las artes y de las letras”. Esta aspiración tuvo su reflejo peculiar en cada país. Y así las “salonnières” francesas, verdaderas precursoras de este fenómeno, solo exigían un requisito para integrarse en cualquiera de sus reuniones: ser capaz de disertar con brillantez.  Las hubo de carácter más marcadamente aristocrático (marquesa de Deffaud), burgués (madame Geofrin) y de otro tenor como los de las señoras de Lerpinasse o D’Edinay, amante ésta última de Rousseau, a las que sucedieron más tarde los salones revolucionarios y los napoleónicos, en los que se destacaron la Recamier o Josefina Beauharnais, antes de casar con el Gran Corso.

En los salones de Gran Bretaña “tomó cuerpo la mentalidad que daría lugar a las grandes novelistas del siglo XIX y en donde se sentaron las bases para que la mujer británica iniciara la ofensiva sufragista” mientras que en Alemania destacaron los “círculos” creados en ambientes de la sociedad judía. Cabe destacar el apoyo que los salones femeninos disfrutaron en Austria, donde les benefició la política cultural del emperador José II y en Portugal, gracias al ministro Pombal, país en el que la marquesa de Alorna fundó la “Sociedad da Rosa”, mientras que en la Italia todavía dividida tuvieron diferente expresión en las distintas ciudades (Milán, Nápoles, Venecia, Florencia)

Por lo que respecta a España, y además de la Junta de Damas ya citada cabe así mismo destacar la Academia del Buen Gusto de la condesa de Lemos, los salones de las duquesas de Alba y Osuna, de la marquesa de Santa Cruz -que fue académica de Bellas Artes- o de la de  Montijo y Teba, clausurada por la Inquisición por sospechas de jansenismo, así como el salón de Josefa Amar, partidaria de la educación laica, el de la marquesa de Montehermoso en el Madrid josefino -fue amante del rey intruso-, o, en Cataluña, los salones de “la Virreina” María Francesca Fivaller de Arnal en Barcelona y de Antonia de Camps en Tarragona. Mientras que en América estos encuentros actuaron con frecuencia a título de conciliábulos para la concertación de las damas participantes en el proceso de emancipación (Mariquita Sánchez de Thompson y Casilda Igarzábal en Buenos Aires, Manuela Cañizares en Quito y Josefa Ortiz “la corregidora”, que estuvo implicada en el “grito de Dolores”, en Querétaro) 

Queralt del Hierro considera que a estas mujeres hay que reconocerles el mérito de haber marcado “la pauta a una serie de mujeres europeas y americanas que a lo largo de lo siglos XVIII y XIX consiguieron abrir las puertas de sus casas a la discusión sobre la ciudadanía y los derechos individuales”.