Babalí y Eustaquio Morcillón

Autocensura y reglamentarismo, los nuevos enemigos de la libertad de expresión

La nuevas tecnologías y el imperio de una presunta “corrección política” se han convertido en dos peligros evidentes para el ejercicio de un derecho tan elemental como el de la libertad de expresión

No es oro todo lo que reluce y aunque parece que en las sociedades del primer mundo hemos conseguido alcanzar metas ambiciosas por lo que respecta al ejercicio de las libertades individuales es preciso reconocer algunos peligros que subrepticia, pero muy realmente, están aflorando y pueden, si no poner en peligro su ejercicio real, sí establecer unos condicionamientos que los limiten. De entre todos ellos hay dos que resultan bastante evidentes. Por un lado, el excesivo reglamentarismo de numerosas actividades basado en la necesidad de establecer normas de protección física punto menos que indiscutibles. Por otra, lo que ha venido en denominarse “corrección política” que ha venido a establecer unas pautas con las que se trata de evitar cualquier atisbo de visión discrepante sobre territorios, colectivos, situaciones e incluso sistemas de ideas y valores, algo que disminuye hasta extremos inimaginables la capacidad de crítica. Y acaba imponiendo un peligrosos cortafuegos: la autocensura.

La aplicación indiscriminada de estas dos herramientas puede dar lugar a situaciones surrealistas. Acabamos de saber que las narraciones de “Harry Potter” van a sufrir una servidumbre expresa sobre los públicos a que van destinadas por considerar que en ellas se expresan actitudes hoy consideradas incorrectas. Algo análogo está ocurriendo con personajes y producciones de la factoría Disney, obligada a advertir que muchos de sus títulos pueden no coincidir con los valores actuales. O con cuentos de toda la vida (“La bella durmiente” ha sido seriamente censurada, recuerden: ¡hay un beso no consentido!) Y hasta Tintín puede ser condenado por sus aventuras en el Congo o Extremo Oriente, sospechosamente colonialistas. Claro que peor aún son las de Babalí y Eustaquio Morcillón en el TBO de nuestra infancia, ¡tan descaradamente racistas! O las de “Petra, criada para todo”, donde se exhibía impúdicamente el maltrato laboral.  

No hace falta ir tan lejos. En España y en el mundo de la creación dramática, escuchamos como Jordi Milán, en ocasión de la celebración del 40 aniversario de La Cubana, se lamentaba de que algunas de las obras que habían montado en su momento hoy serían irrepresentables (¿quién se atrevería a estrenar hoy “¿Cómeme el coco, negro”?) Y Joan Font, creador de Comediants, compañía que alcanza felizmente medio siglo de existencia, nos decía que muchos de sus proyectos creativos serían hoy irrepresentables. Los reivindica estos días con fuerza sobre el escenario del Poliorama con “El venedor de fum” donde evoca su infancia en Olesa, cuando “mamó” teatro a la sombra de “La Passió” y de los títeres familiares y recuerda cómo luego la dejó volar profesionalmente no solo en escenarios, sino también en calles y plazas de medio mundo y hasta en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 jugando con máscaras, gigantes, cabezudos y hasta el mismo Cobi. Vuelve a hacerlo estos días en el local las Ramblas barcelonesas donde invita al público a hacer con él pajaritas de papel (¿alguien se acuerda de cómo se montaban? servidor lo ha olvidado…)  

No, hoy no podría jugar con fuego como lo hacía entonces, porque las reglamentaciones de prevención de incendios lo prohibirían y bomberos clausuraría el recoleto teatro Windsor, al que había que acceder por unas empinadas escaleras, o el coqueto Candilejas, que estaba en un sótano, como recordábamos hace unos días con Josep Maria Flotats.

Los creadores actuales, escritores, autores dramáticos, directores de cine o teatro, artistas plásticos han de andar con pies de plomo para no transgredir ninguna norma, escrita o no, y para que nadie se moleste o los debele con toda suerte de acusaciones. ¡Esto se está poniendo cada día más difícil! ¡Señor, Señor, ¡quién nos lo iba a decir! Porque antes, al menos, podíamos poner verde a la censura del Ministerio de Información y Turismo, pero ahora ¿de quién protestamos?