Un hombre pone su voto en una urna

Radicales por la democracia

Si no resulta eficaz el ejercicio de la democracia, ésta acaba siendo duramente cuestionada

Para que sea genuina, la democracia debe funcionar en beneficio de la ciudadanía y ha de ser liberal y social, atenta a las libertades y a la igualdad de los seres humanos. Es un grave error ignorar que una sociedad, igual que sucede en un circuito eléctrico, es tanto más fuerte cuanto más comunicada y equilibrada está en todos los aspectos.

Siempre dispuesto a mejoras y modificaciones razonables, el sistema democrático es un delicado sistema que requiere de continuos cuidados y de una amplia militancia democrática, consciente de su valor y de la inconsolable desgracia que su pérdida supondría. Sus enemigos se disfrazan de distintas formas. A mitad del siglo XX se establecieron en Europa dictaduras que reclamaban ser democracias orgánicas o democracias populares, siempre con partidos únicos, que increpaban con rotunda hostilidad y odio a las democracias liberales por ser inorgánicas o burguesas.

Si no resulta eficaz el ejercicio de la democracia, ésta acaba siendo duramente cuestionada. Así sucedió cuando en el siglo pasado se establecieron distintos regímenes totalitarios (ya fascistas, ya comunistas). Hoy día, los totalitarios o populistas (siempre de la mano) no cejan en desacreditar la división de poderes judicial, legislativo y ejecutivo. Los ciudadanos de a pie no podemos encogernos de hombros ante los avances, en cualquier dirección, de los demagogos populistas. Todos tenemos, por pequeña que sea, una responsabilidad que no se puede eludir: fomentar en nuestro reducido entorno la liberalidad, la sensatez y la solidaridad, con afán y plena convicción. No es preciso, por supuesto, militar en un partido político, pero si nos desinteresamos totalmente de la política nos acabarán clavando lo peor y de mala manera.

Es funesto orientar la política hacia la división social en bloques, lo que conduce a promocionar enfrentamientos con inquina y sordidez. En su Manifiesto por una democracia radical (Deusto), el economista Jordi Sevilla (quien fuera ministro de Administraciones Públicas con Zapatero; dos tardes para aprender algo de economía) habla del populismo como de una patología colectiva que “anula la razón humana y galopa a lomos de nuestra parte emocional”. Pero esto no se arregla en dos tardes, sino con la orquestación de esfuerzos de varias vidas.

 “¿Qué hubiera pasado si Gorbachov hubiera reaccionado a las protestas que condujeron a la caída del Muro de Berlín como lo hizo Deng Xioping con las protestas de Tiananmén?”, se pregunta Sevilla. Quizá hubiera seguido en el poder, como sí hizo el mandatario chino, pero desprovisto de una grandeza y dignidad personal que los inevitables sectarios charlatanes le negaron a Gorbachov.

Resulta interesante conocer el Juramento de ciudadano ateniense que, cinco siglos antes de Cristo, le correspondió hacer a Platón, eran tiempos de democracia clasista y con esclavos. El texto íntegro decía lo siguiente:

“No avergonzaré mis sagradas armas, ni abandonaré al hombre que esté a mi lado siempre que yo esté en la fila. Lucharé para defender lo sagrado y lo secular, y no legaré la patria menguada sino engrandecida y mejorada hasta donde sea capaz y junto a todos los demás. Y obedeceré a aquellos que ejerzan razonablemente el poder en cualquier momento, y a las leyes en vigor, así como a cualquier otra que se decida en el futuro. Si alguien las destruyera, no le seré leal siempre que esté en mis manos y en las de todos los demás. Y honraré la religión ancestral”.

Se reconocía ahí la importancia de sentir vergüenza (algo que es imposible para algunos) y de no abandonar a los compañeros. Siempre con sentido de equipo en el proyecto de legar una patria o sociedad mejorada, defendiendo “lo sagrado y lo secular”; se reclamaba honrar la religión ancestral. Se juraba obedecer las leyes vigentes y a quienes “ejerzan razonablemente el poder en cualquier momento”; es de notar este adverbio razonablemente, que no se corresponde con una obediencia ciega. Tampoco -se distinguía en este viejo juramento- se debe ser leal con quien destruye las leyes.