Una pintura de la época de la Inquisición española

El desembarco de la neoinquisición

Artículo de opinión del histórico líder vecinal barcelonés y expolítico del Ayuntamiento, Lluís Rabell

Las redes sociales llevan días haciéndose eco de la campaña de acoso e intimidación de la que Sílvia Carrasco, conocida profesora de Antropología Social de la Universidad Autónoma de Barcelona, está siendo objeto por parte de un grupo de estudiantes. Un grupo que se presenta como una organización juvenil y se autodenomina – ¡nada menos! – “Movimiento Socialista”. Los ataques contra Sílvia Carrasco, durante muchos años cuadro destacado de ICV y referente del feminismo abolicionista, no son nuevos. Han arreciado, sin embargo, a raíz de la controversia en torno a la “ley trans”, con la que se ha mostrado muy crítica, y le han valido la acusación de “transfobia”. Una acusación que, como le gusta decir a Carmen Calvo, se vierte contra aquellas mujeres con las que no se quiere discutir. Y es que, más allá, del acuerdo o la discrepancia con las posturas que defiende Sílvia Carrasco, un hecho resulta difícilmente cuestionable: siempre las respalda con datos contrastados, con estudios sólidos… y siempre las somete a discusión. Digamos que Sílvia Carrasco forma parte de una tradición académica “ilustrada”, educada en el rigor científico y el pensamiento crítico. Lo que tiene enfrente es todo lo contrario: desprecio por el conocimiento y exaltación fanática y sectaria de una creencia interior, convertida en medida de todas las cosas e impuesta a los demás por métodos cada vez más agresivos. En el fondo, estamos ante una reedición de la lógica inquisitorial: la acusación de herejía, pronunciada por la única voz autorizada para ello – aquellos que, supuestamente, se sienten agraviados por una opinión -, no admite réplica puesto que el pecador no puede sino mecerse en su abyección, y lleva adosada la condena: el ostracismo social, el acoso laboral, incluso la violencia.

Lo inquietante no es sólo que semejante fenómeno surja en la Universidad, cuestionando pilares tan sagrados de la academia como la libertad de cátedra y la libertad de expresión, sino que lo haga ante una actitud diletante y acobardada por parte de claustros y autoridades, responsables en principio de preservar esos valores. Y resulta tanto más turbador cuanto que los incidentes en la UAB – la profesora Juana Gallego ya había sido objeto del boicot de su cátedra – van in crescendo y parecen anunciar el desembarco en nuestras facultades de una oleada de intolerancia que viene asentándose desde hace años en los campus americanos. Una oleada que se presenta como de “izquierdas” – y que, como dice la filósofa Susan Neiman, autora de “La izquierda no es woke”, tal vez lo sea emocionalmente, pero en absoluto en sus métodos y objetivos, profundamente reaccionarios -, y un movimiento que está abriendo el camino a la derecha rdicalizada y a la extrema derecha. En el ámbito universitario como en el conjunto de la sociedad.

Helen Pluckrose y James Lindsay (“Teorías cínicas”. Alianza Editorial) sitúan los orígenes de este movimiento en el salto al activismo desde los estudios que han ido desarrollándose en las últimas décadas bajo las premisas del pensamiento posmoderno – teoría poscolonial, queer, interseccionalidad, género… incluso discapacidad y gordura – y que se caracterizan por un rechazo de la ciencia como método de construcción del conocimiento humano y de aproximación a la verdad, y su substitución por el relativismo, la búsqueda de identidades definidas y valorizadas en función de la opresión que sufren y  las autopercepciones como fuente de irrefutable saber. Naturalmente, desde tal perspectiva, los objetivos colectivos de emancipación que habían definido a la izquierda desparecen en favor de causas espasmódicas que no admiten debate racional alguno. Pluckrose y Lindsay denuncian que esa tendencia se presente como un movimiento de “Justicia Social”, cuando en realidad sus objetivos poco tienen que ver con la justicia social, preocupada por la igualdad de derechos, oportunidades y condiciones materiales de vida de las clases laboriosas, que históricamente habían defendido la izquierda, las luchas de emancipación y los movimientos progresistas en general.

Y no, no estamos ante el comportamiento tiránico de una minoría de estudiantes malcriados. “Lo que está sucediendo en las universidades es un problema real, estas ideas están afectando al mundo real. Solucionar el problema en las universidades no es una distracción en la lucha contra la derecha populista anti-intelectual sino, de hecho, una parte vital de la misma. (…) El mundo real está cambiando para integrar las habilidades de estos estudiantes, y se ha formado una industria de la Justicia Social, dedicada a entrenar empresas e instituciones para aplicar La Verdad Según la Justicia Social. Ha aparecido un nuevo puesto de trabajo llamado “Responsable de Diversidad, Equidad e Inclusión” (o alguna variación parecida). Estos responsables son los arquitectos y capataces de revoluciones blandas: son inquisidores, buscando incidentes de prejuicio y desigualdad. (…) No es de extrañar que se concentren sobre todo en la educación superior, donde, según algunos informes de Estados Unidos, el número de responsables de diversidad está creciendo rápidamente y su sueldo es tres veces más alto que el del estadounidense medio, superior incluso al de los catedráticos. No obstante, estos responsables no están limitados a la academia. También aparecen en los departamentos administrativos y de recursos humanos, incluidos los ayuntamientos. Según un importante portal de búsqueda de empleo del Reino Unido, los trabajos de igualdad y diversidad son muy comunes en la Comisión de Igualdad y Derechos Humanos, en asociaciones profesionales, en el Colegio de Abogados, en colegios y universidades, cuerpos de policía, grandes empresas del sector privado, autoridades locales, asociaciones sindicales y en la administración pública.” Si las tendencias que se inician al otro lado del Atlántico acostumbran a desembarcar aquí con fuerza, algo más tarde, cabe temer que esto sea lo que se nos viene encima.

Y, por lo que respecta a la libertad académica, la perspectiva no se antoja más halagüeña. “Parece que algunas opiniones – opiniones académicas compartidas por profesionales – son demasiado peligrosas e incluso “violentas” como para merecer un micrófono. Al contrario que la cancelación – cuando se revoca la invitación a un ponente -, las políticas que de entrada prohíben ciertas opiniones atraen poca atención. En el Reino Unido, más del cincuenta por ciento de las universidades restringen la libertad de expresión, sobre todo algunas opiniones sobre religión e identidad trans.”  No cabe duda de que esa tendencia está ya presente en nuestras aulas. Los primeros mozalbetes dispuestos a reeditar los autos de fe piafan de impaciencia. Queda por ver cuánta dignidad y valentía queda en las autoridades académicas para resistir la acometida.

Porque, de ceder, el futuro no pertenecerá a estos inquisidores de tres al cuarto, sino a la extrema derecha. “Le Monde” publicaba el pasado fin de semana un interesante reportaje sobre los diplomados universitarios que, en un número creciente, votan y se movilizan en favor de Donald Trump. Algunos ejemplos, observados en la universidad pública de Clemson – 25.000 estudiantes -, en Carolina del Sur, no podrían ser más elocuentes. Trevor Tiedeman, hijo de una familia obrera, es el organizador de un colectivo militante republicano en el campus. Él mismo cuenta cual fue una de sus últimas batallas: “En el curso del último semestre, colocaron tampones higiénicos en los lavabos para hombres. Eso enviaba un mensaje ridículo: que los hombres podían tener la regla. Protestamos e informamos a los medios de comunicación. A los dos días los retiraron. Nos movilizamos en defensa de la verdad biológica”. Poco después, el grupo organizó un acto mucho menos riguroso, proyectando un documental conspiranoide sobre la muerte de George Floyd, el afroamericano muerto a manos de la policía de Minnesota en 2020. Otra universitaria, también afroamericana y de origen humilde, JeAnais Mitchell, cuenta sentirse atraída por el movimiento en favor de la reelección de Trump tras la perplejidad que le causó la imagen de “la izquierda” en el campus: la organización de un drag show y la posibilidad de que cada estudiante escogiera el pronombre con el que quería ser designado. “Cada uno está hecho a imagen de Dios, hombre o mujer. Yo no estoy dispuesta a mentir para complacer a nadie”. Más allá de la expresión en fervientes términos religiosos, el sentido común – accesible a la gente a la que cierta izquierda hace tiempo que no habla – se expresa por boca de esta joven.

Y aquí tenemos el verdadero problema, si la izquierda no recupera la cordura, tras los efímeros inquisidores woke se perfila la llegada de una regresión cultural y civilizatoria. Es decir, de una derecha populista que, para nuestra vergüenza, se habrá abierto paso invocando – antes de sepultarla para siempre – la razón ilustrada, desdeñada por los retoños de la posmodernidad. “Movimiento socialista”, “justicia social”. Nos toca rescatar las palabras. Viendo lo que ocurre estos días en la UAB no puedo por menos que recordar la actitud hacia el conocimiento que me inculcaron mis mayores, empezando por mis abuelos maternos. Mi abuelo, cenetista, vivió la Barcelona libertaria de los ateneos y centros culturales, ávidos de saber, luchadores por la educación de la clase trabajadora. La ciencia había de aportar progreso a la sociedad, a ella pertenecía el conocimiento y la difusión del saber haría que los más humildes se alzaran por fin sobre su condición. Mi abuela, obrera textil desde los once años, ni siquiera fue a la escuela. Su obsesión fue que mi madre cursara estudios – para no ser esclava de nadie – y tuviese un oficio – para no depender de un marido. Para aquella generación era un sueño y un anhelo que los suyos fuesen un día a la Universidad, verdadero templo del conocimiento, donde los más sabios impartían sus disciplinas. No puedo ni imaginarme la cara que pondrían viendo a unos estudiantes tratando de silenciar a una profesora y reivindicando “espacios seguros”, donde sus creencias no se viesen perturbadas por la crítica racional. Muy al contrario, lo que debiera caracterizar a la academia es la inseguridad intelectual en sus paraninfos. La investigación científica avanza cuestionando con nuevos datos lo que creíamos saber, construyendo nuevos consensos; el pensamiento crítico abre debates, impulsa nuevas reflexiones… Nadie debería salir “indemne”, tal como entró, de una universidad digna de este nombre. Zarandeada por la historia del siglo XX, que aún no ha digerido, la izquierda se ha metido en caminos que la alejan de sus orígenes y la llevan a ninguna parte. Para reencontrar el rumbo, lo primero es recuperar banderas que nunca debieron ser abandonadas. Como la defensa de la libertad de expresión frente a cualquier atisbo de totalitarismo.