Un detalle de la portada del libro

''La disputa de Barcelona'', una controversia religiosa en la Cataluña del siglo XIII

En 1263 se celebró una controversia religiosa entre cristianos y judíos que presidió Jaime I y que Josep M. Quintana relata de forma novelada

El diálogo inter religioso no es cosa reciente, sino que hunde sus raíces en la Baja Edad Media cuando se manifestó en forma de controversias o disputas entre las tres grandes religiones reveladas, cristianismo, judaísmo e islamismo, aunque bien es cierto que siempre con el deseo de que la primera de ellas resultase vencedora en el debate. Josep M. Quintana trae a colación la celebración de uno de estos encuentros en la Barcelona del siglo XIII cuando, con la anuencia del rey Jaime I y bajo su presidencia, se celebró una disputa dialéctica entre el fraile converso Pau Cristiá y el rabino de la aljama gerundense Mosse ben Nahman, más conocido como Nahamanides.

Quintana recupera aquel hecho en “La disputa de Barcelona” (Pagès editors), un libro muy bien documentado en el que describe someramente los argumentos teológicos esgrimidos por cada una de las partes (si se produjo la llegada del Mesías esperado por el pueblo judío, si Jesús puede considerado ese Mesías y si fue realmente hijo de Dios) y lo hace en su contexto histórico. Pero con el fin de hacerlos accesibles a cualquier tipo de lectores, les añade un elemento de ficción narrativa que gira en torno a tres crímenes, aparente y sospechosamente ligados a los intereses religiosos puestos en cuestión.

Resulta particularmente interesante la descripción de la sociedad catalano-aragonesa de aquellos tiempos, en los que existía una clase judía que ejercía funciones importantes en la corte o disponía de cuantiosos bienes como fruto de su actividad comercial y financiera, puesto que detentaba la concesión con intereses usurarios de préstamos e hipotecas -prohibidos por ley religiosa a los musulmanes y condicionados por la doctrina católica- lo que les granjeaba la envidia, cuando no la animadversión de muchos. A los monarcas -tenedores de muchos créditos otorgados por los financieros judíos- les correspondía ejercer un difícil equilibrio entre este colectivo, que le era muy fiel, y el latente antisemitismo de sus súbditos cristianos y de los papas, así como la animadversión de la nobleza local cuyos privilegios había restringido notablemente. El autor valora positivamente esta equidistancia del monarca, pero también critica su carácter indeciso, manifestado en la promulgación de una legislación contradictoria en favor o desfavor de los judíos según las presiones recibidas en cada momento para, finalmente, achacar su sometimiento a Roma con el fin de hacerse perdonar la crueldad que había cometido con el obispo de Gerona y evitar de este modo la excomunión.

Como en toda novela hay un personaje bueno y otro malo, en este caso el primero es el rabino gerundense, al que se consideró vencedor moral en la controversia teológica, habida cuenta la sabia argumentación que utilizó, basada en el profundo conocimiento de los textos veterotestamentarios -cuyos argumentos fueron arteramente manipulados en el acta notarial oficial- mientras que el segundo es Raimon de Penyafort -y con él, el converso Pau Cristià y en general los dominicos y franciscanos, adalides de la ortodoxia católica-  al que se retrata como un furibundo antisemita capaz de utilizar herramientas indignas con el fin de ridiculizar a los discrepantes que no aceptaban bautizarse.