Biblioteca con el libro 'Els Borja'

El historiador francés Jean-Yves Boriaud estudia la saga valenciana de los papas Borja

El reino de Valencia dio dos papas a la Cristiandad: Calixto III y Alejandro VI, tío y sobrino

La historia del papado registra contados pontífices de origen hispano pero dos ellos fueron valencianos y para más detalles, tío y sobrino de la misma familia Borja: Calixto III y Alejandro VI. Ocuparon la silla de Pedro entre 1455 y 1458 y 1492 y 1503 respectivamente, es decir, en plenos albores de la Edad Moderna y del Renacimiento, cuando empezaban a consolidarse los primeros estados europeos. Una época, y sobre todo una iglesia, muy diferentes de las actuales pues, como dice el historiador francés Jean-Yves Boriaud en “Els Borja. El porpra i la sang” (Sidillà) “en aquel tiempo a un papa no le exigían ni una fe, ni una moral ejemplares, sino que tuviera la voluntad de trabajar por la unidad de la Iglesia, que fuera muy competente en Derecho canónico y en teología, que fuera un buen conocedor de la proporción de las fuerzas a Europa y que se propusiera reconquistar los territorios cristianos que los turcos habían usurpado”. Es decir, que los pontífices eran, a la vez que cabeza de la Iglesia, señores temporales con intereses terrenales, no solo políticos, sino incluso familiares y todo ello en un tiempo de acusada relajación moral en el que era habitual tanto el comercio de los beneficios eclesiásticos y de los títulos feudales (Alejandro VI vendió en el último año de su pontificado 760 ducados y nueve capelos) como el concubinato de los clérigos en todos sus niveles.

Boriaud sitúa a Alfonso de Borja i Llançol, el primer papa de la saga, en el contexto de una familia de origen aragonés afincada en Játiva, que realizó una carrera académica fulgurante en la universidad de Lérida y pudo situarse en la corte del rey Alfonso V, al que acompañó a Nápoles y de quien llegó a ser persona de entera confianza. Uno de sus más brillantes logros fue la renuncia de Clemente VIII, sucesor del papa Luna, con lo que se puso fin al cisma de Occidente. Elevado a la púrpura cardenalicia, resultó elegido para la sede apostólica como fruto de un compromiso entre las dos familias dominantes en la Roma de su tiempo, los Orsini y los Colonna, y durante su pontificado estuvo empeñado en reanudar la cruzada contra el turco, que le acabó enfrentado a los intereses de su antiguo protector el Magnánimo. Por otra parte, incurrió en el habitual nepotismo elevando a su sobrino Rodrigo al cardenalato y al cargo de vicecanciller de la Iglesia. Sería el futuro Alejandro VI.

Un personaje este último harto político desde el mismo inicio de su pontificado, que consiguió con el ejercicio de la simonía -es decir, de la compra de los votos necesarios para su elección-, a la sazón un arte complejo, que "exigía un conocimiento profundo no solo de las perfidias y de las mequineces del alma humana, al alcance de un buen profesional de la confesión, sino también una aproximación sutil a los grandes disparos de la personalidad de cada cual”. Dice el autor que Rodrigo/Alejandro “no tenía la fe de los humanistas, que miraban de conciliar el credo cristiano con la cultura antigua… solo había aprendido el latín que necesita un jurista de la Iglesia y la suya permanecía en muchos aspectos una fe medieval; pero junto a esto, tenía el gustos de un príncipe italiano, era un hombre amante de los placeres, a quienes gustaba especialmente frecuentar las mujeres”. Con dos de ellas mantuvo sendas relaciones estables: Vanozza Cattanei, que le dio varios hijos, los más famosos César y Lucrecia, y Giulia Farnese. Paralelamente “se le consideraba un hombre simpático, muy accesible”, aunque irreductible en la defensa de sus intereses. Trató de someter a los vasallos renuentes, ampliar los Estados Pontificios, capear los intereses de Francia, Nápoles, Aragón, Venecia y Milán y, a la vez, ennoblecer y enriquecer a toda su familia, dotar a su hijo César de un territorio propio y utilizar a Lucrecia, la niña de sus ojos, como moneda de cambio para establecer alianzas políticas (de ahí sus sucesivos matrimonios)

Boriaud se refiere muy pormenorizadamente a las pretensiones de César, personaje fascinante pero harto peligroso, cardenal secularizado y soldado aguerrido, capaz de matar a un amante de Lucrecia y a su segundo marido, Alfonso de Bisciegle, y de hacer la guerra de forma inmisericorde y vengativa, pero a la vez de administrar con sabiduría las ciudades que iba conquistando en la Romaña. De hecho, fue incluso un precursor de una cierta unidad peninsular ya que “la estrategia de Cèsar saltaba en los ojos: ambicionaba ya solo asegurarse un feudo personal, sino unirlo en los Estados Pontificios para constituir una unidad política de la talla de uno de aquellos Estados-naciones que entonces prevalecían a Europa”.

Lucrecia, sobre la que elude cualquier referencia a una injustificada leyenda negra que la ha perseguido durante siglos, aparece a los ojos de Boriaud como un mero peón de los intereses de su padre y hermano que solo pudo alcanzar la estabilidad en su tercer y último matrimonio, acaso porque sobrevivió a ambos familiares, y fue capaz pasar de este modo a la posteridad como a duquesa de Ferrara caracterizada por su religiosidad y su dedicación a la familia del Este.

“Es difícil -dice- hacer un balance objetivo del pontificado de Alejandro y salir bien a fijar un retrato definitivo para la posteridad. Severo como su predecesor Sixto IV, o como su sucesor, el papa terribilis Julio II, el papa Alejandro VI dirigió la barca de la Iglesia entre muchos escollos, todos muy arraigados temporalmente… tuvo que sufrir los efectos directos de varias guerras de Italia y que tuvo que zigzaguear entre el bando francés y el napolitano con una pillería cínica. Y no hablamos de la presión constante de los conciliaristas atizados por un Giuliano della Rovere que afanaba en destituirlo. Pero el 1503, cuando traspasó, la Iglesia al final se había salido de una manera muy digna de todos aquellos peligros… incluso si la pasión por su familia fue evidente y muy a menudo objeto de burla metro vivió, igual que su avidez patológica”.  

Cara y cruz de uno de los pontífices más criticados -en muchos aspectos con toda la razón- de la historia de la Iglesia.