Un detalle de la portada del libro

La muerte blanca, amenaza que acechaba a todos los varones negros del sur: 'Black boy'

Primera parte de las memorias del escritor afroamericano en las que recuerda su infancia y adolescencia en el sur de Estados Unidos a principios del siglo XX cuando estaba en plena vigencia la segregación racial

 “-¿Qué sangre tiene papá? -pregunté (a mi madre)

-Un poco blanca, un poco roja y un poco negra -respondió ella.

- ¿India, blanca y negra?

-Sí

-Entonces ¿yo qué soy?

Cuando crezcas te dirán que un hombre negro -me contestó. Luego se volvió hacía mí, esbozó una sonrisa burlona y pregunto: ¿Esto le molestaría señor Wright?”

He aquí una conversación entre un niño llamado Richard Wright y su madre en el que aquél trataba de averiguar cuál era su propia identidad, tal cual relata en “Black boy” (Alianza editorial) este escritor afroamericano en el primer tomo de sus memorias.

El diálogo ocurrió en una población de Misisipi, en Estados Unidos, en los primeros años del siglo XX, cuando en todo el sur de aquel inmenso país imperaba la segregación racial que de hecho perduraría hasta el último tercio de esa misma centuria y aún dejaría huellas perceptibles hoy en día.

Wright fue un niño negro que creció en la pobreza -“el hambre nos acompañaba siempre”- dice, y añade que suspiraba por ver desde la cocina de la casa en que trabajaba su madre cómo comían los ricos a los que servía-, la violencia -tuvo que aprender a imponerse por la fuerza a sus iguales y propia progenitora le obligó a ello-, el radicalismo religioso de una familia obsesivamente adventista y el desprecio de sus conciudadanos blancos, para los que no era más que un ser inferior para el que “la muerte blanca era una amenaza que acechaba (como) a todos los varones negros del sur”.

Una experiencia traumatizante a la que la mayoría de sus coetáneos sobrevivieron desde la sumisión y la humillación, pero de la que Wright pudo liberarse gracias a su férrea voluntad y al descubrimiento de los libros, a los que accedió falsificando la tarjeta de acceso a la biblioteca de “un católico irlandés al que los sureños blancos detestaban”. “Se te va a pudrir el cerebro si no tienes cuidado” le advertían los amos blancos, y hubo de esconder los libros entre periódicos para que no se los descubrieran.

“El miedo a la gente blanca empezó a invadir mis sentimientos y mi imaginación” por lo que “había aprendido a vivir con odio, a percatarme de que había sensaciones que me estaban negadas, de que el aliento de la vida misma se hallaba fuera de mi alcance”.

El descubrimiento de un mundo diferente le confirmó lo que siempre había pensado: “nunca se me había ocurrido que yo era de algún modo un ser inferior. Y ninguna palabra que yo había oído de labios de hombres blancos sureños me había hecho dudar realmente de mi valor como ser humano”.

Pudo, por fin, huir “al norte” y empezar una nueva vida en Chicago donde pudo constatar hasta qué punto “cada vez que pensaba en la lobreguez esencial de la vida negra en Estados Unidos comprendía que a los negros jamás se les había permitido captar plenamente el espíritu e la civilización occidental; que, de alguna manera, vivía en ella, pero no en ella”.