Un juez

¿Pueden los jueces boicotear la amnistía?

Artículo de opinión escrito por el jurista Pascual Ortuño

A pesar de que la discreción y la prudencia son virtudes esenciales en el colectivo judicial, la actualidad política sube a los altares a algunos jueces, o ponen a otros en la picota -en terminología medieval- según el sentido de las decisiones que adoptan. Todo depende de si han favorecido o perjudicado a los intereses que representan o a las posiciones que se mantienen, especialmente en épocas de dura confrontación política como la que estamos viviendo en la actualidad. De alguna manera es la consecuencia de lo que la filosofía denomina “democracia deliberativa”, como nos enseñó Jürgen Habermas. La actividad judicial no puede ser una excepción. La ciudadanía tiene derecho a opinar, y los medios de comunicación prestan un servicio esencial para que el pueblo soberano disponga de elementos suficientes para analizar la fundamentación de las resoluciones de los tribunales y pueda entender la labor que realizan los profesionales de la justicia.

Se acabaron los tiempos en los que la crítica a las decisiones de los jueces constituía un grave delito, el desacato, una de cuyas acepciones incluye, según la RAE, la falta de respeto, los insultos o las injurias a la autoridad judicial. La doctrina constitucional ha dejado vacío de contenida este tipo delictivo al reconocer la prevalencia del derecho fundamental a la libertad de expresión y a la crítica. Basta recordar las acusaciones de machismo visceral que una ministra del gobierno de España dedicaba no hace mucho tiempo e indiscriminadamente a los jueces que se atrevían a reducir los años de condena a violadores en aplicación de una ley que se hizo famosa por sus graves errores técnicos -ya corregidos afortunadamente-; o la acusación por prevaricación contra el magistrado que, en ejercicio de sus funciones, redactó el fundamento de la sentencia que apreció la existencia de corrupción estructural en el Partido Popular, que sirvió de fundamento a la moción de censura que propició el acceso de Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno.

Una diputada de JUNTS, no cesa de emitir acusaciones de prevaricación contra los miembros del tribunal que juzgó a los políticos que protagonizaron los actos vinculados a la declaración de independencia de Cataluña. En relación con la proposición de ley de amnistía se imputan ya, anticipadamente, comportamientos de filibusterismo judicial, y se anuncian preventivamente querellas contra los jueces que se atrevan, en el futuro, a dictar resoluciones que retrasen injustificadamente su aplicación, o pongan en cuestión la inconstitucionalidad de algunos de los preceptos de la referida ley que, hay que recordar, todavía está en la fase de propuesta y ni siquiera ha sido debatida por el congreso y el senado, por lo que no existe todavía.

En el fondo, lo que se está cuestionando es la función judicial misma que, guste o no a unos y a otros, representa el tercer poder del Estado de Derecho. Es notorio y lamentable que haya que recordar tantas veces que la esencia de la democracia es, precisamente, el equilibrio entre los tres poderes del Estado. La célebre frase “el poder, controla al poder”, de El Espíritu de las Leyes de Montesquieu significa que debe existir un alto grado de autonomía e independencia en cada una de las tres columnas del Estado de Derecho. Cuando un gobernante rompe este equilibrio y controla los tres poderes el riesgo de involución de la democracia es muy alto, como ocurrió cuando Julio Cesar desobedeció al senado y cruzó el límite del río Rubicón para aniquilar la época clásica de la República en la antigua Roma. Lamentablemente tenemos ejemplos dramáticos muy cercanos de estos comportamientos en la Europa del siglo XXI.

A propósito de la ley de amnistía he escuchado opiniones divergentes de comentaristas políticos de distintos medios, que aseguran que Pedro Sánchez tiene controlado el Tribunal Constitucional, por cuanto su presidente es de su misma línea política, mientras que otros afirman que existe una campaña promovida por otros jueces y magistrados de ideología conservadora, cuyas actuaciones tienen por objeto abortar o, cuando menos, obstaculizar la aplicación de la ley, si es que finalmente se aprueba. Una y otra afirmación obedecen a especulaciones que dañan la imagen de nuestra administración de justicia y no obedecen a la realidad, puesto que el método de enjuiciamiento y los controles procesales que la ley establece impiden estas maniobras.   

Me ha llamado la atención que por algunos medios se sostenga el criterio de que el poder legislativo ha de prevalecer en todo caso, puesto que está basado en la legitimidad que le otorga la mayoría parlamentaria, expresión de la voluntad del pueblo, que es el único depositario de la soberanía de la nación. Evidentemente se trata de un falso silogismo demagógico, puesto que esconde una verdad a medias. Es, precisamente, el mismo razonamiento por el que se justificó en su día la declaración de independencia de Cataluña. Desde luego, la legitimación del parlamento para legislar es incuestionable y se sustenta en el régimen de mayorías que resultan en cada votación, según los apoyos obtenidos por los diputados (y senadores) siempre que se alcancen los mínimos exigidos y predeterminados por las normas aplicables, según la materia de la que se trate. Pero no se puede olvidar que los legisladores no tienen conferido un poder absoluto y omnímodo, sino que, en su función legislativa tienen, a su vez, la obligación de respetar la base competencial que les es propia y el marco legal superior que deben respetar, es decir, la Constitución, las leyes orgánicas que la desarrollan y los principios vinculantes de los tratados internacionales firmados por España.

Es en este punto donde se ubica el papel de la justicia como tercer poder, puesto que una de sus funciones esenciales es la de controlar que los legisladores respeten los principios y reglas de la carta magna en la que se sustenta el Estado democrático. Pero es la justicia, y no “los jueces” individualmente, ni como colectivo, ni tampoco el CGPJ, y ni siquiera los jueces del Tribunal Supremo, sino que quien está legitimado en cada proceso concreto para ejercer el poder que le otorga la Constitución, es el juez o tribunal que predeterminadamente resulte competente en cada caso, en virtud de las reglas que atribuyen la jurisdicción a un tribunal determinado o a un juez instructor concreto (siempre sometido a la supervisión de sus decisiones por un tribunal colegiado superior). Éstos no solo tienen el derecho, sino también el deber de actuar y resolver los procesos que les hayan correspondido. Y, claro está, sus decisiones no pueden dictarlas en ningún caso según su libre criterio o sus convicciones u opiniones ideológicas o políticas, sino que también han de tener como fundamento único las normas legales de aplicación, especialmente las que conforman el marco constitucional.  

Por otra parte, se prodigan comentarios sobre la adscripción política de los jueces y juezas como elemento contaminante y condicionante de su trabajo. Respecto a esta cuestión es frecuente ver en la prensa, antes de que se dicten las sentencias, esquemas que reflejan las tendencias políticas de los componentes de los tribunales. En un ámbito diferente de la política, como es el derecho de familia, determinadas personas critican también sin rigor estadístico alguno, que la mayoría de los tribunales están formados por mujeres y que, por esta razón, deciden en beneficio de las personas de su género, mientras que, cuando los jueces son hombres, dictan sentencias machistas. A este respecto hay que decir claramente que, en verdad, los jueces y juezas no son “espíritus puros”. La concepción de la judicatura como una orden mística o sacerdotal superior, incólume, que está por encima de toda ideología, creencia o influencia, es notoriamente falsa. Son personas normales, como los que trabajan en cualquier otra profesión, sin que se aplique a los mismos ninguna discriminación por razón de sexo, ideología, condición social, ni origen.

La concepción inmaculada de la judicatura proviene del déficit democrático histórico que venimos arrastrando todavía, después de más de cuarenta años del fin de la dictadura (entonces los jueces debían ser únicamente hombres y apolíticos, pero -contradicciones del régimen- para entrar en la carrera judicial se necesitaba un informe acreditativo de su adhesión al régimen, emitido por la guardia civil de entonces).

Se olvida a menudo que el trabajo judicial es esencialmente técnico. Las resoluciones de los tribunales deben estar fundamentadas exhaustivamente respecto a su anclaje y subsunción en la ley aplicable. Respecto a los hechos controvertidos se tiene la obligación de explicar pormenorizadamente las razones por las que han considerado probada una versión y no otra. Las sentencias son públicas y criticables doctrinal y popularmente.  Además, para mayor garantía, las resoluciones que se dictan son susceptibles de ser revisadas por los tribunales superiores, e incluso, en casos de delitos graves o que afecten a derechos fundamentales, por el tribunal constitucional y por tribunales supranacionales.

Exigir la asepsia intelectual y emocional para el acceso a la judicatura sería sumamente peligroso. ¡Dios nos libre de los supremacistas y justicieros! Cuando un comentarista político habla de ruido de togas, comparándolo con el ruido de sables que fue tan frecuente en la Transición, se está enviando un mensaje falso a la ciudadanía. Es cierto que, como ciudadanos, los jueces pueden expresar sus opiniones, sin que ello signifique que condicionarán las decisiones que dicten al resolver los casos que les correspondan. Incluso es preferible que las pongan de manifiesto, puesto que en tal caso deberán abstenerse de juzgar el caso, y si no lo hacen, los interesados tendrán derecho a recusarlos para apartarlos del caso.

No obstante, no puede desconocerse el hecho de que la crispación política instalada en España desde el atentado terrorista del 11-M, que ha ido in crescendo geométricamente, nos ha conducido a que se utilicen los juzgados indebidamente en conflictos que deberían resolverse por otros cauces. Escuchaba esta mañana en la radio al presidente de la asociación de regantes de la huerta de Murcia anunciar que van a pedir a los tribunales la determinación del caudal de agua a trasvasar desde el río Tajo al río Segura, porque no confían en absoluto de la gestión del ministro socialista de agricultura. Imagino, como una verdadera pesadilla, que me hubiera correspondido a mí resolver este contencioso en la época en la que ejercí de juez. Cada vez es más frecuente plantear ante los tribunales las desavenencias entre vecinos, o las decisiones sobre la elección de colegio de los hijos. Son ejemplos -hay muchos más- que demuestran la incapacidad de diálogo que se ha instalado en la sociedad. La amenaza de interponer una querella ante cualquier disputa que se suscita en los programas de televisión o en los acuerdos de los ayuntamientos, ha calado en el imaginario ciudadano, a pesar de la desconfianza que, por otra parte, se tiene en la administración de justicia. Me temo que pronto veremos llover impugnaciones ante el juzgado de guardia por los resultados de los partidos de fútbol, o la implantación de los “jueces de cabecera” para las desavenencias familiares.

Mutatis mutandi lo mismo podemos decir de la opción que, en su día, se hizo por judicializar el conflicto surgido tras la reforma del estatuto de Catalunya de 2006 en lugar de gestionarlo por vías políticas de diálogo. De aquellos errores, de los que son responsables las dos partes, provienen muchos de los problemas que ahora están condicionando la convivencia social en Cataluña y en toda España. El último capítulo, que no será el último lamentablemente, es el de la ley de amnistía. En este contexto los jueces no tienen capacidad para boicotear ninguna ley. Quien tiene la legitimidad para aprobarla es el parlamento, que debe cumplir su función política y técnica, sin dejar “marrones” para que los resuelva la judicatura. La misión posterior de los jueces, incluida en su caso la del Tribunal Constitucional, será la de aplicarla y emitir sus resoluciones, en cada caso, con estricta sujeción a los hechos probados y al texto de la ley que se apruebe en sede de la soberanía popular.