Niño sentado frente a los escombros en una guerra

Resurgir de los escombros de la guerra

Es necesario que la oposición a la guerra sepa conectar con la experiencia viva de la población y exprese en términos políticos viables sus anhelos

No hay situación más dramática para la izquierda que aquella que se deriva de la guerra. La lógica de la guerra comprime brutalmente todas las contradicciones latentes en la nación.

Bajo el resonar de los llamamientos patrióticos y el desbordamiento de las pasiones, cualquier atisbo de crítica al gobierno belicista es asimilado a un acto de traición.

En no pocas ocasiones, la izquierda, tradicionalmente opuesta al enfrentamiento entre los pueblos y fiscalizadora de las ambiciones de las élites nacionales, ha sucumbido a esa tremenda presión ambiental.

En los momentos críticos, sólo una minoría llega a mantenerse firme, generalmente aislada al principio, incomprendida, hostigada por las autoridades, denostada por la opinión pública.

Esa minoría militante representa, sin embargo, el futuro democrático posible. Que éste llegue a abrirse paso dependerá en primer lugar del curso de los acontecimientos bélicos: los éxitos en el campo de batalla refuerzan la popularidad del poder; mientras que, por desgracia, sólo los sufrimientos y las amenazas directas sobre la integridad del propio país pueden sembrar la duda sobre el sentido de la guerra y llevar al pueblo a enfrentarse con sus dirigentes aventureros.

Pero, para que eso ocurra, es asimismo necesario que la oposición a la guerra sepa conectar con la experiencia viva de la población y exprese en términos políticos viables sus anhelos.

En la atmósfera sobrecalentada de un conflicto armado, ese giro de la opinión pública difícilmente se dará bajo la forma de una adhesión al internacionalismo o al pacifismo abstracto, sino antes bien como la aceptación de una solución pactada como mejor garantía para la seguridad nacional, bajo un nuevo liderazgo reputado por su lealtad al país.

Añadamos a todo eso – y no es la menor de las consideraciones – que la guerra, en su forma más devastadora, sobreviene tras un período de derrotas políticas, de debilitamiento y desorientación de la izquierda.

Sin ese proceso, que puede haberse prolongado durante años, es difícil que las fuerzas belicistas estén en condiciones de emprender su huida hacia adelante.

Vengan estas consideraciones a cuento de la difícil situación que atraviesan las oposiciones progresistas en dos países cuyos gobiernos se han lanzado a sangrientas contiendas contra naciones vecinas: Rusia e Israel.

Hace unos días, Raimon Obiols recuperaba en su blog el manifiesto “Socialistas contra la guerra”, publicado al comienzo de la invasión de Ucrania por un coalición animada entre otros por el veterano opositor marxista Boris Kagarlitsky – “condenado a cinco años de prisión el pasado 13 de febrero, tres días antes de la muerte de Alexéi Navalni”. 

Este manifiesto no sólo es una muestra de coraje, sino de lucidez política a la hora de hablar a la ciudadanía rusa: “Nos dicen que los opositores a esta guerra son unos hipócritas, que no están en contra de la guerra sino a favor de Occidente. Es mentira. Nunca hemos sido partidarios de Estados Unidos ni de sus políticas imperialistas. Cuando las tropas ucranianas bombardearon Donetsk y Luhansk no nos callamos. Tampoco callaremos ahora, cuando Khárkiv, Kiev y Odessa están siendo bombardeadas por orden de Putin y su camarilla”.

“Se trata de una invasión injusta – prosigue el Manifiesto. No existe ninguna amenaza para el Estado ruso que justifique enviar a nuestros soldados a matar y a morir. No “liberan” a nadie. No ayudan a ningún movimiento popular. (…) Esta guerra produce desastres incalculables para nuestros pueblos. Mucho después de que la fiebre haya remitido, la pobreza, la inflación y el paro afectarán a todos. No serán los oligarcas ni los burócratas quienes pagarán la factura, sino los pobres enseñantes, los trabajadores, los jubilados y los desempleados. (…) La guerra convertirá a Ucrania en ruinas y a Rusia en una cárcel. Esta guerra multiplica los riesgos y amenazas que se ciernen sobre nuestro país. Luchar por la paz es el deber patriótico de cada ruso. No sólo porque somos los guardianes de la memoria de la peor guerra de la Historia, sino también porque la guerra actual amenaza la integridad y la propia existencia de Rusia. (…) Este país nos pertenece a nosotros, y no a un puñado de viejos, con sus palacios y sus yates. Nuestros enemigos no están en Kiev, ni en Odessa, sino en Moscú. La guerra no es Rusia. La guerra es Putin y su gobierno.”

Es difícil decirlo con mayor contundencia y claridad. ¿Llegarán esas palabras al corazón de la ciudadanía rusa?

La brutalidad de la represión que despliega el régimen demuestra que esa perspectiva intranquiliza al amo del Kremlin, sabedor de que su destino se ha vuelto ya inseparable del desenlace de la guerra.

Ese es también el caso de Netanyahu, que se mantiene al frente de la coalición de la derecha y la extrema derecha que gobierna Israel en la medida en que prolonga la sangrienta ofensiva contra Gaza y mantiene vivos los choques en el sur del Líbano.

La tensión bélica, al precio de un inaudito sufrimiento para el pueblo palestino, retrasa una crisis de gobierno… al tiempo que acumula los factores de una mayor explosividad cuando, finalmente, nada permita ya soslayarla.

El pasado sábado, 2 de marzo, miles de personas se manifestaban por las calles de Tel Aviv exigiendo la dimisión del primer ministro y de su gobierno.

El corresponsal de “Le Monde” apuntaba, no obstante, en su crónica que el reproche que los manifestantes hacían a Netanyahu era “no haber sabido proteger al país contra el peligro del ataque de Hamás del 7 de 2023.

Lo que no equivale a poner en cuestión la prosecución de la guerra.” En efecto. Las masivas manifestaciones que a lo largo del año pasado amenazaron la estabilidad del gobierno acusaban a Netanyahu de socavar la democracia israelí, tratando de anular la independencia del poder judicial, en una maniobra típicamente populista.

Sin embargo, por aquel entonces, “la cuestión del estatus de los territorios palestinos, desde Gaza bajo administración de Hamás hasta la Cisjordania ocupada, no figuraba entre las preocupaciones de los manifestantes y aún menos entre sus consignas.”

Y es que esas movilizaciones democráticas de la sociedad israelí arrastraban un pasivo que resulta de un agotamiento histórico de la izquierda.

Michael Sfard, conocido abogado defensor de los derechos de los palestinos, lo resumía así al rotativo francés: “Uno de los ‘éxitos de Netanyahu ha sido hacer creer a los israelís que la ocupación y el asedio de Gaza no eran cuestiones pertinentes, que podíamos ignorarlas y proseguir con nuestras vidas, que podíamos establecer acuerdos de normalización con los países árabes sin tratar de resolver aquello que, sin embargo, constituye el corazón de nuestro problema.”  

Hablamos de un proceso que comenzó con el asesinato de Isaac Rabin y el posterior descarrilamiento del incierto proceso de paz iniciado en Oslo.

A uno y otro lado, las tendencias más radicales terminaron por imponer su relato. Desvanecida la perspectiva de una salida negociada que identificaba a la izquierda, la sociedad israelí se ha ido entregando a la ilusión de poder gestionar la cuestión palestina como un conflicto insoluble, pero de baja intensidad – y con un sufrimiento asimétrico.

El 7 de octubre supuso el doloroso despertar de semejante ensoñación. Pero representó al mismo tiempo un traumatismo que, desde nuestros países, no siempre alcanzamos a mesurar.

No es un acontecimiento comparable al 11-S de 2001 en Estados Unidos. El 7-O reavivó en Israel – y mucho más allá, entre los judíos del mundo – la memoria de una persecución secular y el sentimiento de una amenaza existencial.

El shock ha sido tan profundo que muchos se resisten a mirar siquiera las imágenes sobrecogedoras de Gaza. La propia izquierda pacifista duda de sus convicciones.

Entre los objetivos atacados por Hamás se contaban algunos de sus kibutz más conocidos. Los pocos militante que, en esas protestas, reclaman un alto el fuego, denunciando la espantosa matanza y la hambruna que asolan Gaza, apenas ahora, tras meses de bombardeos, empiezan a hacerse oír sin ser agredidos por la multitud.

No es nada fácil recomponer una perspectiva bajo la losa de la derrota. La izquierda rusa trata de hacerlo sobre el telón de fondo del hundimiento de la URSS, de cuyas ruinas emergió el régimen de los oligarcas y los retoños del KGB.

La izquierda israelí, hoy por hoy más como una hipótesis necesaria que como una esperanzadora realidad, deberá intentarlo desde una profunda reflexión sobre las causas de su declive y de la derechización del país. 

Alon-Lee Green, dirigente del movimiento Standing Together que reúne activistas judíos y palestinos, lo expresaba de este modo: “Cabe esperar que una renovación de la izquierda emerja del cataclismo del 7-O. La vieja izquierda está acabada. La gente ve que la guerra no logra sus objetivos. La victoria completa sobre Hamás está fuera de nuestro alcance. Habrá que volver a empezar, a reflexionar acerca de lo que significa, para Israel, la ocupación de los territorios palestinos”. 

Al final de la manifestación, toma la palabra Yaïr Golan, general reservista, antiguo diputado del partido izquierdista Meretz y candidato a las primarias del Partido Laborista que se celebrarán en mayo.

Propone buscar una salida al conflicto entre Israel y Palestina a través de negociaciones, y no mediante la fuerza, retomando de algún modo lo que fue, tiempo atrás, la posición de la izquierda: “No habrá seguridad para Israel sin esperanza para Palestina.” 

¿Será ése el camino que retomará el resurgir de la izquierda? Resulta imposible predecirlo, como lo es pronosticar la concatenación de los acontecimientos.

La energía necesaria para un nuevo liderazgo progresista sólo puede brotar de la fricción entre las capas tectónicas de la sociedad israelí que la actual crisis está ya provocando.

En cualquier caso, es un deber de la izquierda internacional poner en valor esos esfuerzos, apoyarlos, tejer lazos de colaboración con la oposición rusa y las tentativas de reorganización de la izquierda israelí.

Y ahí, reconozcámoslo, estamos lejos de la cuenta. Una parte de la izquierda se aferra a un pacifismo heredado de los años de la guerra fría, que tiende a ver como progresista – u objetivamente antiimperialista – a cualquier gobierno o fuerza que entre en conflicto con “occidente”, más allá de su naturaleza o de los intereses que represente.

Prisionera de una visión del mundo dividido en bloques, esa izquierda presta oídos sordos a los opositores de Putin o desprecia con arrogancia, por poco consecuente a sus ojos, cualquier movimiento contra Netanyahu.

Decididamente, la guerra nos pone a todos a prueba. Una izquierda consecuente debe dejar de preocuparse tanto por “estar en el lado correcto de la Historia” – es decir, por la estética y la superioridad moral – y ocuparse de hacer bascular la Historia de su lado. Esa es la disyuntiva.